Garota de Ipanema

 

¿Sería capaz de hacerlo? Nunca había matado a nadie, ni siquiera a un animal. Sí, claro, algún insecto y poco más. ¿Que se sentía al matar a una persona? No como Jack El Destripador o cualquier otro asesino en serie o evidente psicópata, sino en el caso de un asesinato calculado, organizado, necesario, llevado a efecto por una persona de trayectoria normal hasta ese momento. ¿Es normal planear un asesinato? ¿Es anormal ejecutarlo? En el caso de ser así, la humanidad estaba formada por una inmensa mayoría de asesinos. Todos los humanos quieren, han querido o querrán matar a otra persona. El porqué no lo hacen es complejo. Ante todo el miedo a las consecuencias, luego la falta de oportunidad y medios ─resulta evidente que el porcentaje de asesinato de la propia pareja entre quienes tienen armas a su alcance, policías, militares, es mucho más elevado que entre los ingenieros agrónomos o directores escénicos, por ejemplo─ los resabios de la educación recibida, el famoso y estúpido no matarás bíblico y también adquirido, el rechazo a la visión de la sangre, absurdo en un animal carnívoro. No, el asesino, en su vertiente sociológica, como efecto propio de un depredador, no implica el ser anormal. La historia está construida sobre una serie ininterrumpida de asesinatos, desde el más antiguo conocido, que tuvo como víctima a Lucy, hace unos cuantos millones de años en Tanganica, a los actuales genocidios de Iraq, Gaza, o la prohibición del uso del preservativo.

Estas reflexiones terminaron repentinamente ante la aparición de un estúpido camión de la limpieza callejera, arrojando agua no se puede comprender racionalmente con qué intención. Se retiró del umbral a su paso y alterado el flujo mental, tras despotricar levemente contra el ayuntamiento, el o la concejal de limpieza y algún pariente suyo, salió a la calle. Tras el camión quedaba un húmedo olor acre, bien diferente del agradable que deja la lluvia en verano aun en la ciudad.

Emprendió el camino hacia el bar de Manolo, «La Gloria de Ipanema» clamaba desde el verde y rojo anuncio luminoso. Raimundo suponía que la gloria era la famosa garota de la canción pero no encontraba la relación entre Manolo y la gloria carioca. Tenía que preguntarlo alguna vez. Al girar en la esquina se percató de que algo ocurría. No se necesitaba ser Carvalho para descubrirlo, era tan evidente que hasta un concejal lo hubiera entendido así. Un numeroso grupo alrededor de la puerta del bar obstruyendo el paso y el tráfico, un coche de la policía municipal, una ambulancia y el clima festivo que lleva consigo todo suceso no habitual, sobre todo si es trágico o luctuoso para un prójimo no demasiado cercano.

Se aproximó despacio, observando intrigado a su pesar. Le horrorizaba caer en la curiosidad callejera, pero sus orígenes simiescos le conducían inexorablemente hacia el suceso. El percance había ocurrido dentro del bar, pero desde donde se encontraba no alcanzaba a vislumbrar el interior. Emprendió un sinuoso avance, interrumpido por una navaja de afeitar que blandía y agitaba Pepe, el peluquero de la esquina, mientras relataba entusiasmado lo ocurrido sin percatarse de lo cerca que estaba de degollar a algún despistado curioso. ¡Pepe, que vas a cortar a alguien!

─ ¡Quiá!, nunca he cortado a nadie y no voy a empezar ahora que estoy a punto de jubilarme. Porque me jubilo dentro de cuatro meses ¿sabes? Ya es hora, son treinta y siete años desde que empecé en esta barbería, y ni un solo día he faltado, ni una gripe, nada. Día tras día al pie del cañón. Una medalla me merezco, pero claro, como no soy más que un pobre barbero de barrio no se me tiene en consideración. Luego le dan medallas al trabajo a cualquier inútil que no ha dado un palo al agua en su vida pero que es amiguete, conocido o un espabilao que larga sin producir. Yo la verdad...

Se apartó apresurado. Conocía la inagotable verborrea del peluquero, adquirida en los largos años de práctica entreteniendo a las víctimas que acudían a su negocio. Rodeando el grupo, hacia la izquierda, empezó a comprende algo de lo ocurrido. Frases sueltas que le empezaron a colocar un esquema hasta que llegó al lado de Felipe, vecino y cómplice de tediosas conversaciones al compás de unas cañas, que le terminó de aclarar la aglomeración.

─ El tío ese del portal de la mueblería, Eustaquio creo que se llama, que se ha quedado frito en el bar. Sí, hombre, recalca ente el gesto de extrañeza, ese jubilado que siempre lleva corbata y sombrero, el beato de misa diaria que toma una tostada sin mantequilla. Al atisbar la comprensión, continúa. Estaba desayunando sentado en la mesa de todos los días cuando se ha caído hacia alante y ahí se ha quedao. No ha tirado ni el café dice Manolo.

Este, que estaba saltinbanqueando por allí cerca, al sentirse citado intervino raudo:

─ Así, de súbito. Estaba poniendo un café, cuando ¡clock!, me vuelvo y allí estaba, la cabeza sobre la mesa y el brazo colgando con el tenedor pinchando un trozo de tostada. Sin decir un mu. Ya me ha dao el día. Porque ya me contarás, el negocio de hoy a hacer puñetas. El bar cerrado todo el día, eso si no me hacen ir otro día al juzgao. Pero a la hora de pagar impuestos, me los cobran como si hubiera estado abierto, bien que les importa a ellos mis problemas, a cobrar, a cobrar.

─ ¿Todavía está dentro?

─ Ahí está, que ni entrar me dejan para recoger un poco. Las luces encendidas, haciendo gasto, que no man dejado apagarlas. Total, ¿pa qué las quiere el muerto? Y lo que te rondaré, la mesa tendré que quitarla, porque, ¿quién se va a sentar en la mesa del muerto?, eso, si la gente no le coge canguelo al bar y se me estropea el negocio.

─ No seas bestia, hombre, no hay que tomárselo así, serán dos días, luego todo se olvida. Además, ya verás que cuando puedas abrir lo tendrás a tope por el morbo. Todo el barrio va ha venir a curiosear, hasta los que no entran nunca.

─ Sí, eso también puede ser, pero coño, ya que es tan de iglesia y de allí salía, podía haberse muerto dentro, que hubiera estado más cerca de dios y no venir ha hacerme la puñeta a mí.

Miró el reloj y despidiéndose con un ¡hasta luego, que se me hace tarde! continuó el camino hacia la entrada del Metro, sin un mal café en el estómago.

Al bajar del tren y empezar el recorrido por los pasillos oyó los alaridos de mujer. Encontró una gesticulante y alterada señora a la que ─según pudo entender─ acababan de robar el bolso.

─ Pero ¿usted esta bien?

─ Sí, claro, ha sido un tirón y ha salido corriendo. Jovencillo era, y bien vestido. Hasta una crucecita de oro llevaba en el cuello. Para que una se fíe de los niños bien. Para droga y vicios quieren el dinero.

─ Y le ha quitado mucho?

─ ¡Qué va!, el dinero, la documentación, las llaves, todo lo llevo en los bolsillos. En el bolsito sólo llevaba un paquete de compresas. ¡Las puede usar el desgraciado si quiere!

─ Entonces no se ha perdido mucho, cálmese.

─ No, si yo estoy calmada, si gritaba es para ver si venía un segurata, pero cá, esos no aparecen más que para tocar los cojones. ¿Usted ha visto algo más inútil que un segurata?, aparte de un concejal, claro.

Con un que llego tarde al curro, dejó a la mujer con su ficticio trauma y su comedia y apresuró el paso. Tenía tiempo justo para tomar un café en la esquina, comprar tabaco e iniciar la tortura cotidiana.

Minutos más tarde entraba en la oficina.

─ ¡Buenos días a todos!

─ ¡Buenos días, Paco!, ¿qué tal, que hay de nuevo?

─ Nada de especial, como siempre, ha ver si pasamos la mañana tranquilos.