Pelirrojismo

Se levantó del asiento para cedérselo a una señora que llevaba un niño en brazos. Esta se lo agradeció con un escueto gracias y una sonrisa de todoacien.

El vagón estaba semirepleto, o sea, no se podía pasear por él pero no agobiaba la multitud.

Se entretuvo en observar a la joven madre y su hijo. Ella debía ser extranjera, sudamericana para ser exactos, cosa natural en estos tiempos en que se están importando madres para detener la disminución o escasez futura de mano de obra. No pudo determinar su nacionalidad. Siempre había sido un tanto lerdo en la identificación facial. Desde luego, sabía distinguir a un negro, pero con los orientales, árabes, sudamericanos e incluso algunos españoles, se liaba siempre.

La mujer parecía cansada, su mirada, perdida en la oscuridad, no reflejaba la vivacidad que regularmente se espera en una joven madre. La capa de apatía y desconsuelo inmigratorio era evidente.

Pasó la mirada a la niña ¿o niño? Poco se adivinaba de él dentro del bulto que formaban las prendas que lo rodeaban. Parecía muy pequeño. En esto sí podía precisar, distinguía perfectamente un niño recién nacido de uno de un año o dos. Cuando le miró a la cara se sobresaltó. Fue una impresión física, un sudor interno que le sobrecogió durante un instante. La tez ceruminosa no era humana . ¿Podía tratare de una muñeca? No, la mujer no parecía una desquiciada paseante de muñecas simulando niños, ni una pedigüeña embaucadora profesional. A veces la vista engaña ─pensó─ y volvió a mirar a la criatura con más detenimiento pero fue inútil. Su primera impresión se acrecentó, no era una apariencia normal. Tenía que haber una explicación ─ se dijo. No parecía un disminuido, no, era el color lo extraño. Tampoco era albino, La pelusa de la cabeza, las cejas, eran de un negro profundo. La idea le apareció lentamente. Quiso rechazarla, pero fue creciendo hasta que se transformó en certidumbre: el niño ¿o niña?, estaba muerto.

Una vez que asimiló la brutalidad de la situación se tuvo que enfrentar al dilema. Como decía Lenin, ¿qué hacer? Lo inmediato sería comunicárselo a la mujer; ¡qué sobresalto!, además, ¿cómo se le dice a una señora que lleva un niño muerto en brazos?. Era terrible. Una situación así se presenta sólo una vez en la vida y claro, uno no está entrenado. ¿De qué sirven los estudios en un caso así? Rosa, rosae, sí, pero ¿cuántas veces en su vida lo había usado? No hacía falta reflexionar: ¡ninguna! Menos latín y más soluciones a los problemas cotidianos tenían que enseñar en los colegios. Revuelto en la indecisión, mientras las ideas más inútiles le asaltaban y las rechazaba con la mima rapidez, empezó a sentir una opresión en el estómago síntoma de su desequilibrio nervioso. Entonces es cuando se le presentó otra alternativa ¿y si la mujer ya lo sabía? ¿y si le espetaba un: ¡y a usted que le importa, métase en sus asuntos!, o algo así? De natural tímido esta sospecha le sobrecogió sobremanera.

La indecisión se enseñoreó en él.

En lo más profundo de su cerebro empezó a sentir un picor suave que fue creciendo hasta convertirse en una sospecha terrible. Algo había leído alguna vez. Muleros le parecía que se llamaban. Usar bebes muertos, previamente vaciados de sus vísceras y rellenados con paquetes de droga como trasporte. Con horror se alejó de la mujer hacia el otro extremo del vagón. Estaba casi seguro, era una empleada uribista y lo que llevaba en brazos era sólo un maletín con forma humana.

Fue entonces cuando advirtió que desde otro extremo un pelirrojo le observaba fijamente. Inexpresivo, no apartaba los ojos de él. El horror se transformó en terror. ¡El vigilante de la mercancía! No parecía peligroso, de mediana estatura y casi enclenque, pero cualquiera sabía aunque lo podía imaginar que ocultaba en los enormes bolsillos de los amplios pantalones. Una pistola se esconde fácilmente. Por suerte llegaban a una estación. Anhelante, esperó la apertura de las puertas para iniciar la huida, sin correr, pero a la velocidad adecuada de persona ocupada que llega tarde a una cita importante.

Desde lo alto de la escalera mecánica se volvió. Siete u ocho personas más abajo, el pelirrojo subía imperturbable. Su cuerpo se retorció. El sudor frió le corrió por la espalda empapando la camisa o por lo menos así le pareció. La garganta se le apretujó. El estómago adoptó el estado de resaca.

Tenía que huir, huir lo antes posible. Empujando sin consideración a los inocentes viandantes salió a la calle. Se alejó sin pensar a donde dirigirse. Por un instante pensó en la policía, pero comprendió que era una idea estúpida. El pelirrojo desaparecería y qué iba a denunciar, ¿la sospecha de que una mujer entrevista en el metro transportaba droga?. Ridículo. Ni considerarlo otra vez.

Volviéndose ligeramente comprobaba que su perseguidor seguía tras él. La angustia aumentaba. Ningún taxi libre. Ninguna salida, ninguna solución.

Dobló y distinguió en la siguiente esquina una multitud. No necesitó razonarlo. Se apresuró y se introdujo en ella. Era una manifestación. Empezó a deslizarse con ánimo de confundirse. Ya más tranquilo, observó a su alrededor. Ni señal del pelirrojo. Le rodeaban personas serias, bien vestidas, encorbatadas, curas, skins, nazis y otros seres de la misma ralea. ¡Estaba en una manifestación de radicales católicos! Sintió que tenia que salir de allí y abandonar esa peligrosa compañía.

En cuando alcanzaron la primera esquina salió de la manada y emprendió de nuevo las maniobras de distracción, girando en todas las esquinas y cambiando de dirección a menudo. Por más que observó, no distinguió al pelirrojo ni nadie que le infundiese sospechas. ¡Estaba salvado!

Exhalo un suspiro de alivio. Le vendría bien descansar un poco y tomar algo. En la esquina un cartel anunciaba cafetería La Rioja. Un buen lugar, limpio, moderno,acogedor. Se acomodó en un taburete.

─ Buenos días, ¿que va a tomar el señor?

Levantó la vista para encontrarse con la mirada displicente del pelirrojo.