Boli

 

 

Todavía es de noche cuando me levanto. Los capitalinos trasladados a la montaña estamos desconcertados con la ausencia de ese bullicio que de manera habitual no escuchamos, pero que forma parte importante en nuestra existencia.

Con cuidado, no quiero despertar a nadie, me traslado a la cocina. Allí, cerrada la puerta, enciendo ya la luz y empiezo la tarea que más me entusiasma, encender el fuego. La vieja cocina de hierro fundido, los aros, el pincho para arrastrarlos, el papel, las ramitas primerizas y luego los grandes trozos de madera. Me dilato. Mas tarde encenderé la chimenea, me lo he pedido como hacemos de niños, y el resto ha accedido a mi capricho. Ahora sigo con el fuego. Las primeras llamas me miran con sorpresa al principio, luego amistosas. Ellas también son felices de poder nacer. Una vez que la vida ha surgido sin vuelta atrás que valga, preparo la cafetera.

Por la ventana se puede vislumbrar a la luz que sale por la ventana la nieve que ha caído durante la noche. Afortunadamente, las gruesas piedras que forman las paredes protegen de manera asombrosa de la baja temperatura. Construían bien nuestros ancestros. Porque la casa está sin modernizar, conservada igual que cuando la ocuparon las tropas de Murat a su paso por estos paisajes. Un poco más deteriorada claro, como deben estarlo también los componentes de aquellas tropas.

Tengo el café humeante en un alto vaso. Lo bautizo con una generosa ración de coñac, y me acomodo al lado de la ventana con la novela que me tiene absorto. La habitación se va caldeando. El sol sigue sin aparecer. Ha dejado de nevar de momento pero volverá. Termino el café y me levanto a servirme otro vaso. Sin coñac esta vez, por supuesto.

Sigo la lectura. En una de las pausas para coger el vaso, miro por la ventana. Afuera, sobre la nieve, distingo una mancha rojiza. Un zorrillo me está contemplando con enorme curiosidad. Estático, no aparta la vista de la ventana y ahora de mi. Yo también lo contemplo con asombro. Es el primer zorrillo que veo en mi vida y estoy entusiasmado. Puedo decir que me invade una sensación de felicidad que incluso se hace dolorosa por lo intensa.

Nos miramos largo tiempo, quizá no tanto como un minuto, pero hay instantes que son inconmensurables y así nos encontramos Boli y yo. Parece sonreír, se incorpora y con un gesto de despedida en sus ojos, gira en dirección al cercano riachuelo, llevando con él todo mi cariño.

Continuo mi lectura, dichoso, tranquilo, ensimismado en el instante pasado. Se levantan los otros y empieza la vida comunal.

A media mañana me toca bajar de cotidianas compras al pueblo cercano. Sigue nevando, pero es necesario. Conduzco con la precaución obvia. Unas únicas huellas me indican que soy el segundo viajero esya mañana.

De lejos lo veo sobre la nieve. Según me acerco, no me queda duda. El cuerpecillo de Boli, chafado miserablemente en medio de la calzada. Se nota, por la huella, que no había sido accidental. Han ido a por él.

No me detengo, paso horrorizado, enfermo. Tardo un par de kilómetros en tranquilizarme pero el día yo no es igual.

Al girar en una curva, encuentro al asesino. Había volcado sobre la cuneta aunque no parece que sea nada importante, él está de pie al lado del vehículo esperando que me detenga.

No lo hago.