Sopa Mágica

Alan Arkin, actor y escritor norteamericano escribio este cuento para niños, uno de los mejores que se han escrito nunca

Bonnie regresó de la escuela y encontró a su hermano en la cocina, haciendo algo importante en el fregadero. Sabía que era importante porque había armado un gran lío y estaba hablando solo. La pila del fregadero estaba abarrotada de botellas de gaseosa abiertas, un saco de harina, maíz, galletas para perros, melaza, Bromo-Seltzer, una lata de sardinas y una caja de jabón en escamas. El suelo estaba cubierto de desperdicios, y todos los cajones de la cocina, abiertos. En aquel momento el hermano de Bonnie concentraba toda su energía en agitar una jarra de plástico que estaba medio llena de una mezcla espumosa de aspecto siniestro.

Bonnie esperó un momento, manteniéndose a prudencial distancia, y entonces dijo:

—Hola, Bob.

—Hola —contestó éste sin levantar la vista.

—¿Dónde está mamá?

—De compras.

Bonnie avanzó una pulgada.

—¿Qué estás haciendo, Bob? —preguntó.

—Nada.

—¿Puedo mirar?

—No.

Bonnie consideró esto como una invitación para avanzar dos cautelosos pasos. Sabía por experiencia hasta dónde podía aproximarse a su hermano cuando éste se sentía creador y mantener al mismo tiempo una pacífica neutralidad. Bob vertió una taza de jugo de tomate en la jarra, añadió una lata de mostaza en polvo, un chorro de leche, seis aspirinas y una pastilla de chicle, teniendo buen cuidado de desparramar una parte de cada paquete que usaba.

Bonnie se aproximó un poco más.

—¿Estás haciendo otro experimento? —preguntó.

—¿A quién le importa? —contestó Bob, con su voz de científico loco. Y, con aire fanfarrón, se dirigió a la nevera y sacó un huevo, un poco de tociño rancio, un comprimido de vitaminas, unas sobras del día anterior y una botella de jugo de almejas.

—Yo quiero saberlo —dijo Bonnie, al tiempo que cogía una manzana que había caído rodando desde el refrigerador al suelo.

—¿Por qué habría de decírtelo?

—Tengo un cuarto de dólar.

—¿Dónde lo conseguiste?

—Me lo dio mamá.

—Si me lo das, te digo lo que estoy haciendo.

—Eso no vale tanto.

—Te dejaré ser mi ayudante, además.

—Sigue sin valerlo.

—¿Por diez centavos?

—De acuerdo; diez centavos.

Contó el dinero para dárselo a su hermano y se puso un delantal.

—¿Qué hago ahora, Bob?

—Búscame la sal —le pidió éste.

Echó en la jarra el aceite de la lata de sardinas, con gran cuidado de que no se cayera. Cuando hubo escurrido hasta la última gota de aceite de la lata, se comió todas las sardinas y tiró el envase al fregadero.

Bonnie fue a buscar la sal, y cuando levantó la caja encontró un paquete conteniendo dos galletas de chocolate.

—Mamá tiene un nuevo escondrijo, Bob —anunció.

Bob alzó la vista.

—¿Dónde está?

—Detrás de la sal.

—¿Qué encontraste?

—Dos galletas de chocolate.

Bobby levantó la mano, aceptó una de las galletas sin dar las gracias y procedió a desmenuzarla en la mezcla, sin detenerse ni para limpiarse el chocolate de las manos.

Bonnie se estremeció de incredulidad. Nunca había visto un sacrificio semejante. Este acto le hizo darse cuenta, por vez primera, del gran significado del experimento.

Olvidó por completo su enfado y se dirigió al fregadero para echar un buen vistazo a lo que se estaba haciendo. Lo único que vio en el fregadero fue una caja de cereal abollada y húmeda, la lata de sardinas vacía y salpicaduras del contenido de la jarra, que ya comenzaba a adquirir un peculiar y desagradable olor. Bob encargó a Bonnie la tarea de añadir siete pellizcos de sal y un poco de cacao a la mezcla.                                                                       

—¿Qué va a ser esto, Bob? —preguntó limpiándose el cacao de las manos en su falda de pana amarilla.                   

—Una cosa —contestó Bob,   incorporándose un poco.   

—¿Una cosa para el Gobierno?                                                

—No.                                                                                              

—¿Una cosa espacial?                                                               

No.                                                                      

—¿Una medicina?                                                                       

—No.                                                                                               

—Me rindo.                                                                                    

—Es suero animal —contestó Bob, al tiempo que se cortaba un dedo con la lata de sardinas. Contempló impasible la herida sin hacerle caso.                                                                                 
—¿Qué es suero animal, Bob?
—Son ciertas propiedades sin las cuales el universo considera a los seres humanos en la eternidad.

—¡Oh! —dijo Bonnie. Se quitó el delantal y se sentó al otro extremo de la cocina. El olor de la jarra estaba empezando a afectarle al estómago.

Bobby escudriñó la cocina en busca de algo más que añadir a la poción, y encontró un poco de orégano y ajo líquido.

—Creo que ya está todo —dijo.

Echó el ajo y el orégano en la jarra, puso la tapadera y la agitó furiosamente durante un minuto. Después vació el contenido en una olla profunda.

—¿Qué vas a hacer ahora, Bob? —preguntó Bonnie.

—Hay que hervirlo durante diez minutos.

Bobby encendió el fuego, puso una tapadera a la olla, fijó el marcador de tiempo para diez minutos y salió de la habitación. Bonnie,le siguió pisándole los talones, y ambos se enfrascaron en un partido de baloncesto en el cuarto de estar.

"¡Bing!", hizo el marcador.

Bob lanzó la pelota a la cabeza de Bonnie y volvió corriendo a la cocina.

—Ya está hecho —dijo, y destapó la olla. "Sólo su dedicación al trabajo le impidió mostrar el desagrado que sentía con el olor que despedía la mezcla.

—¡Huff! —exclamó Bonnie—. ¿Qué hacemos ahora con esto? ¿Lo tiramos?

—No, tonta. Tenemos que moverlo hasta que se enfríe y después nos lo bebemos.

—¿Bebérnoslo? —Bonnie arrugó la nariz—. ¿Por qué nos lo tenemos que beber?

Bobby dijo:

—Porque esto es lo que se hace con los experimentos, tonta.

—Pero, Bob, si huele que apesta.

—Las medicinas huelen peor y sin embargo curan —dijo Bob mientras movía el contenido de la olla con una vieja cuchara de madera.

Bonnie se tapó la nariz, se puso de puntillas y miró la cocción.

—¿Nos pondrá esto buenos?

—Puede ser —Bob seguía moviendo.

—¿Qué hará?

—Ya lo verás.

Bob cogió dos paños de cocina limpios, envolvió con ellos la olla y la puso sobre la mesa de formica. En el proceso se las arregló para meter los dos paños en la mezcla y quemarse el dedo que ya se había cortado antes. Un asa de plástico de la olla estaba todavía humeante, por haber estado demasiado cerca del fuego; pero ninguna de estas cosas parecían ejercer el menor efecto sobre él. Colocó la olla en medio de la mesa y la contempló, con la barbilla apoyada en la mano.

Bonnie se dejó caer enfrente de él. Apoyó igualmente la barbilla en la mano y preguntó:

—¿Tenemos que bebemos eso?

—Sí.

—¿Quién tiene que beber primero?

Bob no demostró haberle oído.

—Ya me lo temía yo —dijo Bonnie. Seguía el silencio—. ¿Y qué pasará si me muero?

Bobby habló levantando toda la cabeza, pero manteniendo la mandíbula apoyada en las manos.

—¿Por qué te va a hacer daño? Sólo tiene dentro cosas de comer.

Bonnie se sentó a su vez y le miró.

—¿Cuánto tengo que tomar de esa cosa?

—Sólo un poquito. Mete un dedo y chúpatelo.

Bonnie dirigió un cauteloso dedo hacia el líquido negruzco y lo introdujo lentamente hasta que le cubrió apenas la uña.

—¿Es suficiente?

—De sobra —dijo Bob con un tono muy sensato.

Bonnie sacó el dedo de la olla y lo miró durante un momento.

—¿Y qué pasará si me pongo enferma?

—No puedes ponerte enferma. Tiene dentro aspirinas y también vitaminas.

Bonnie suspiró y arrugó la nariz.

—Bueno, allá vamos —dijo. Chupó un poquito.

Bob la contempló con una mirada científica inspirada por la televisión.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó.

Bonnie respondió:

—No está tan malo una vez que te lo has tragado. Se nota el sabor de la galleta de chocolate.

Bonnie estaba disfrutando de verdad con la atención que provocaba.

—Oye —dijo—, empiezo a sentir una cosa muy rara en mí —y antes de que pudiera terminar la frase se oyó el gran ¡pop!

El rostro de Bob mostró un gran desencanto.

La niña permaneció sentada muy quieta durante un momento, y luego dijo:

—¿Qué ha ocurrido?

—Te has convertido en un pollo.

El avecilla levantó las alas y bajó la vista para mirarse.

—¿Cómo es que me he convertido en un pollo, Bob? —dijo enderezando la cabeza hacia un lado y mirándole con el ojo izquierdo.

—¡Ah, demonios! Yo esperaba que hubieras resultado parecida a una paloma.

Bob se afanó inútilmente con los ingredientes del guiso para ver qué había fallado.

El pollo saltó sobre una pata alrededor de la silla, probó a mover las alas y se encontró sobre la mesa de la cocina. Caminó hasta el otro extremo y se asomó a un pequeño espejo que colgaba a un lado del fregadero.

—Soy un pollo bastante feo —dijo.

Se analizó con el otro ojo y, al ver que su imagen no mejoraba, regresó al lado del fregadero.

—No me gusta ser un pollo, Bob.

—¿Por qué no? ¿Qué se siente?

—Me siento llena de pellejo y no puedo ver bien.

—¿Qué más se siente?

—Eso es todo. Haz que deje de ser esto.

—Primero dime lo que se siente.

—Ya te lo he dicho. Haz que no siga siendo esto.

—¿De qué te asustas? ¿Por qué no ves primero lo que se siente, antes de que vuelvas a cambiar? Esta es una valiosa experiencia.

El pollo intentó poner las manos en las caderas, pero no se encontró ni manos ni caderas.

—Más vale que me cambies otra vez —dijo, y lanzó a Bob la mirada de su ojo izquierdo.

—¿Quieres dejar de ser estúpida y ver primero lo que se siente?

Bob encontraba difícil comprender su falta de curiosidad.

—Espera a que mamá vea el lío que has armado. ¡Te la vas a cargar!

Bonnie intentaba con todas sus fuerzas ver a Bob con ambos ojos al mismo tiempo, lo cual era imposible.

—Eres una niñata, Bonnie. Has desperdiciado una oportunidad única. Me has desilusionado.

Bob introdujo el dedo en el suero y lo aproximó al pollo. Este picoteó del dedo lo que pudo y echó la cabeza hacia atrás.

En un instante, el pollo había desaparecido y Bonie estaba allí de nuevo. Se bajó de la mesa, se limpió los ojos y dijo:

—Menos mal que me hiciste volver. Menuda regañina te hubieras llevado.

—¡Bah!, no eres más que una cría —dijo Bob, y se chupó todo un dedo introducido en la fórmula.

—Si me convierto en un caballo, no te dejaré montarme, y si me convierto en un leopardo, te comeré la cabeza.

De nuevo se oyó el gran ¡pop!

Bonnie se puso en pie, con los ojos muy abiertos.

—Oh, Bob —dijo—, ¡eres precioso!

—¿Qué soy? —preguntó Bob.

—¡Eres un precioso San Bernardo, Bob! Vamos a enseñárselo a Melissa y a Chuck.

—¿Un San Bernardo? —el animal parecía molesto—. No quiero ser ningún perro. Quiero ser un leopardo.

—¡Pero estás precioso, Bob! Mírate en el espejo.

—¡¡Noooü

El perro trotó hacia la mesa.

—¿Qué vas a hacer, Bob?

—Voy a intentarlo otra vez.

El perro puso las patas delanteras en la mesa, derramó el suero y lamió un poco a medida que caía al suelo. ¡Pop!, hizo el suero al surtir efecto. Bobby siguió a cuatro patas y continuó lamiendo. ¡Pop!, hizo el suero de nuevo.

—¿Qué soy ahora? —preguntó.

—Sigues siendo un San Bernardo —dijo Bonnie.

—Al diablo entonces —dijo el perro—. Dejemos esto de una vez.

El perro tomó un último lametón de suero.

¡Pop!

Bobby se levantó del suelo y, abatido, salió por la puerta trasera. Bonnie salió tras él.

—¿Qué hacemos ahora, Bob?

—Vamos a la tienda de Thrifty a comprar un helado.

Bajaron en silencio la colina, Bobby cavilando melancólico por no haberse convertido en leopardo y Bonnie lamentando que no hubiera quedado como un San Bernardo.

Al llegar a la calle mayor de la pequeña ciudad, Bonnie se volvió hacia su hermano.

—¿Quieres hacer más de esa mezcla mañana?

—No de la misma —dijo Bob.

—¿Qué haremos entonces?

—No lo he decidido aún.

—¿Quieres hacer una bomba atómica?

—Puede.

—¿La podemos hacer en la jarra?

—Seguro que sí —dijo Bob—. Sólo que necesitaremos un par de cebollas.