El ridiculo

 

Aunque parezca extraño, el sentido del ridículo, como el llegar tarde a las citas, es un atributo exclusivamente humano. Si un animal camina tranquilamente por la acera y pisa una piel de plátano, con el consiguiente resbalón y trompazo, se levanta, sacude y continua su camino sin mirar alrededor avergonzado esperando las sonrisas irónicas o risas abiertas de sus semejantes. No tenemos más que ver los continuos resbalones y trompazos que se pegan los oso polares, los pingüinos, y otros animales de aquellas latitudes, sin que ninguno de ellos parezca avergonzado en lo más mínimo.

Pero el ser humano no es así. Como siempre un ejemplo es la mejor manera de exponer una teoría, Tomemos a don Ramón, probo y circunspecto catedrático de ética en el instituto Inspector Plinio en Tomellosos. Una mañana, al salir de su casa con destino a su trabajo, observa primero indiferente y luego preocupado las miradas acompañadas de risitas furtivas de sus vecinos. Su indiferencia va dejando paso a una acumulativa preocupación, desazón que le hace apretar el paso. Al llegar frente a la sastrería Sáncho Ibáñez, dispara una mirada rápida por el rabillo del ojo. Entonces descubre asombrado que ¡no lleva pantalones!.

Consecuencia del espantoso ridículo, oportuna enfermedad, abandono del puesto, del pueblo y casi de la vida.

Podemos asegurar que si en vez de ser don Ramón, la víctima hubiera sido Ramón, el chimpancé del zoo local, ni se hubiera inmutado al comprobar su desnudez y hubiera seguido su camino imperturbable.

Es por esto que aseguramos taxativamente que este estado de animo se presenta exclusivamente entre los humanos.

Pero no creamos que es una tara. Aunque parezca extraño, al ridículo debemos uno de los avances, sino el más importante avance del ser humano en su camino evolutivo.

Expliquémonos.

Hace unos cuantos cientos de miles de años, estaba una tribu de simios en un árbol haciendo monerías propias de su idiosincrasia, comiendo frutas, mascando hojas ─antecedente inmediato del mascar tabaco─ en fin, pasando el rato mientras llegaba la evolución. En lo alto del árbol, un simio joven está haciendo piruetas intentando impresionar a una simia pelirroja que no lo contempla con desagrado. Envalentonado por esa mirada apreciativa, incrementa el riesgo en su exhibición, subiendo a ramas más alejadas y también más frágiles. De pronto, y como se veía venir y estaba esperando expectante el resto de la tribu pelirroja incluida, la rama se rompe y nuestro joven simio va a parar allá abajo, sobre las hierbas de la pradera. Cualquier animal, que en pleno cortejo sufre un accidente, se levanta y lo intenta de nuevo, sin preocuparse lo más mínimo. No así nuestro simio en pleno proceso evolutivo. El ridículo hace presa de él. Se incorpora sin atreverse a levantar la cabeza, escuchando las risotadas de sus compañeros y ─lo peor, la risita de la pelirroja simia─ Entonces, ante el pavor enfermizo ocasionado por la vergonzosa situación, ocurre el cambio cualitativo. Se yergue y dice: ─No he caído sino bajado. Cansado estoy de ser un simio arbóreo, me hago homo erectus. Y luego in continente, requirió la vara, miró al soslayo, fuese y no hubo nada.