Pacharan

 

No podía ser muy temprano porque la luz que llegaba del exterior era todavía muy tenue, pero él se encontró de repente despierto por completo.

Se giró. A su lado Ojos de Sol reposaba indemne y esplendorosa. La contempló con cariño y empezó a acariciar esos rasgos tan amados.

Poco a poco notó una excitación que le llevó a caricias cada vez más íntimas hasta que separando sus muslos, se acomodó sobre ella.

Cuando lo sintió dentro, despertó. Sin mostrar extrañeza, se acomodó de inmediato a la situación. Eras un modo feliz de despertar. Su sonrisa cariñosa creaba una complicidad por la que valía la pena vivir.

Mientras se duchaba, ella preparó el primer café del día.

Salió de casa con la fuerza de un triunfador, alegre, dispuesto a enfrentarse al trabajo, al mundo y a la eternidad.

Por la tarde, al salir, emprendió el camino cotidiano hacia la cafetería donde ella trabajaba. Le agradaba verla una vez más antes de regresar a la casa.

Allí tomó su también cotidiano café, escuchó, como cada día, las quejas de ella sobre sus clientes, sus jefes, su cotidianidad.

Pagó el café y decidió, como cada día, tomar una copa de pacharán.

Después de ponérsela, ella se dirigió al fondeo de la barra, y subiendo a una pequeña escalera, empezó a limpiar las botellas de la estantería superior. Él la contemplaba sin verla, orgulloso de estar en su cercanía. Fue entonces cuando equivocó el pie, falló el escalón y cayó hacia atrás.

Nunca llegó al suelo. A mitad camino desapareció.

Él terminó de un trago el licor y salió huyendo. No ha vuelto. Ella tampoco. Y todavía debe el pacharán.