Hacia el infinito

Corre con estilo, con ritmo, con elegancia. Zancada ágil, braceo acompasado, cabeza alta, sin esfuerzo aparente. El terreno es llano, no se distinguen ondulaciones en ninguna dirección.

El camino por el que se desliza también es recto, una línea uniforme que se pierde por el horizonte, tanto a su frente como a la espalda. No recuerda desde cuándo está corriendo, quizá desde siempre, ni tampoco sabe por qué lo hace. Sólo corre. Sin descanso, sin tregua.

A veces piensa que alguien le persigue. Incluso imagina un monstruo terrorífico, marrón, informe, con ventosas chupadoras, viscoso, cálido, amenazador. Entonces vuelve la cabeza una o dos veces y piensa en acrecentar el ritmo de su carrera. Pero no lo hace, nunca lo hace. Otras veces imagina que algo, alguien le espera al final de su trayecto y que se debe apresurar para no retrasarse en la cita. Levanta la mirada, pero no distingue nada, tan solo el camino, largo, eterno.

Tiene tres modalidades en su carrera: el caricaturesco, el ceremonial o majestuoso y el ordinario. Éste es igual al caricaturesco que a su vez es idéntico al ceremonial, pero él sigue la norma de cambiar de estilo según su estado de ánimo se lo pide. Y sigue corriendo. Sin pausa.

A veces cruza algún otro sendero en el que se distinguen huellas, por lo que supone que hay otros corredores por otros caminos, pero jamás a encontrado ninguno. ¿Se dirigirán al mismo lugar que él en el caso de que existan realmente? Resulta evidente que por su sendero no ha pasado nunca nadie, no queda rastro de haber sido hollado, pero tras él si van quedando sus huellas nítidas y eternas. Porque no hay viento que las borre. Ni la más ligera brisa. Ignora de donde le viene el conocimiento de la noción de viento si no existe, igual que las rocas, no las hay y él lo sabe.

Se dedica a especular sobre esos interrogantes sin alcanzar respuestas. Tan solo corre, sigue corriendo. Sabe que llegará, tiene que continuar, llegará, y sigue corriendo.